miércoles, diciembre 06, 2006

Constitución y lealtad



Nuestra Constitución ha resultado ser muy débil, muy vulnerable ante la deslealtad.

Yo fui uno de aquellos españoles que tuvimos ocasión de votar la Constitución. Y lo hice con ilusión, con ingenuidad quizás. Hoy ya hay toda una joven generación que no pudo hacerlo. Por tanto, aquel texto fue una especie de legado que los de mi generación dimos a ésta; y a veces tengo dudas, casi remordimientos, de lo que les transmitimos.

Confieso que he estudiado y reflexionado sobre la Constitución a lo largo de estos años mucho más de lo que lo hice entonces. Era muy joven. Y he hallado en ella ciertos defectos, indefiniciones, contradicciones e incluso privilegios contrarios a la pureza democrática, que le confieren una debilidad conceptual indeseable en muchos aspectos. Tanto que requiere de una lealtad sobreañadida. O por decirlo de otra manera, nuestra Constitución ha resultado ser muy débil, muy vulnerable ante la deslealtad. Y los nacionalistas han sido profundamente desleales a lo largo de estos años. Sólo la lealtad de los dos grandes partidos podía mantenerla vigente. Hoy no lo está. Creo que uno de ambos partidos ha dejado de ser leal a su espíritu, que fue el de la Transición, y por ello importantes preceptos básicos, como la igualdad de los españoles ante la ley, han saltado por los aires. Aunque el germen ya estaba sembrado en algunas de sus disposiciones adicionales y transitorias. La voté sin saber que, por ejemplo, reconocía algo tan profundamente antidemocrático como los “derechos históricos”. Y con el paso de los años he aprendido, o llegado a la convicción, de que sólo la ciudadanía puede ser fuente de derechos, y nunca la Historia. Al final ésta ha resultado ser fuente, no de derechos, sino de privilegios, que otros pagamos.

Ha llegado la hora de plantearse una revisión constitucional. La política del actual Gobierno ha logrado transmitir a los ciudadanos la necesidad, la urgencia casi de abordar una reforma profunda, más de la que en un principio se sugería, con objeto de actualizarla y, sobre todo, fortalecerla frente a la deslealtad. Lo malo del momento presente es que va ser preciso un nuevo espíritu de consenso reforzado, distinto y más intenso que aquél que la inspiró; más intenso por la dificultad de revisar y desandar quizás algunos de los pasos dados y revertir transferencias que han ido más lejos de lo que era justo y deseable; un consenso difícil de lograr, al menos ahora. Va a ser una pugna difícil, que se abordará ahora o dentro de quince años, pero que será inevitable (aunque quizás dentro de quince años sea inútil): si logramos una igualdad de máximos en la descentralización del Estado, éste será inviable; y habrá una fuerte resistencia a la igualdad si ello implica la revisión de competencias indebidamente transferidas. Hay quienes no quieren ser iguales ante la ley, como la Constitución ordena.

En definitiva, la ineludible revisión constitucional, que ya ha sido propuesta por la única fuerza política que hoy parece mostrar cierto sentido de responsabilidad histórica, exigirá un consenso de diferente entidad que el primero, mucho menos ilusionado e ingenuo, mucho más exigente y responsable. Más firme también. Un consenso basado en la experiencia amarga, pero insoslayable, que no podremos ignorar, de la deslealtad nacionalista de estos últimos veintiocho años.

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