viernes, junio 08, 2007

Corrupción sin respuesta (II)

La pasividad ante la corrupción implica que los ciudadanos acepten casi su inevitabilidad. Ese sentimiento se concreta en la frase “todos son iguales”, que compendia el triunfo de los corruptos. La gente se desentiende de la política y renuncia incluso a emitir un voto de castigo (la abstención o el voto en blanco no lo son), con lo que los corruptos se perpetúan. Una pésima dinámica con la que urge romper.

Del Heraldo de Aragón del día 5 de junio de 2007

“Democracia y confianza, por José Luis Castro Polo

El reguero inacabable de escánda­los de corrupción hace aconseja­ble que el ciudadano, cuando se si­túe ante el televisor, la radio o el periódico para conocer las noti­cias, esté sentado... para no caerse de espaldas. Aparecen asuntos muy oscuros que no pue­den estar más claros desde el sentido común, aunque no siempre deriven en la constatación jurídica de delitos. El último estrambote pro­tagonizado por una tonadillera añade un toque de España cañí, que nunca muere y si muere resucita, lo que, junto a lo que ha venido y lo que vendrá, hace preguntarse si vivimos en un país moderno, en una democracia seria y lim­pia o si esto sigue siendo el patio de Monipo­dio de toda la vida desde tiempos de Mari Cas­taña y hasta el Día del Juicio Final, pasando por el latrocinio total de la dictadura.

El ejercicio de funciones públicas, en cual­quier modalidad, comporta un depósito de confianza de los ciudadanos. Estos esperan que quien tiene la potestad de hacer las leyes, de ejecutarlas o de juzgar su cumplimiento actúe sin atender a consideraciones bastar­das. El marco en que se mueve la responsabi­lidad política es el de la confianza, que se pier­de no solo cuando hay pruebas concluyentes de conductas criminales conforme a la ley, si­no cuando existen indicios significativos que abonan sospechas fundadas de conducta simplemente inmoral o imprudente. En términos de responsabilidad política no vale la pre­sunción de inocencia, sino que se invierte la carga de la prueba.

Para meter a la cárcel a un político hacen falta pruebas, pero para perder la confianza en él basta con anomalías que indiquen que no hay certeza sobre su probidad. Pierre Béré­govoy se suicidó porque no supo explicar convincentemente unas extrañas circunstan­cias de un no menos extraño préstamo de un empresario beneficiado por el Gobierno fran­cés que presidía. Incurrió en una conducta impropia, pero, como era un hombre con ho­nor y sentido de la responsabilidad política, se infligió a sí mismo el más duro castigo y to­da Francia lloró en su memoria. Hoy existe una Asociación dedicada a él. En España no sólo no está extendida esa dramática praxis política -ni yo quiero que exista, claro está, pero que dimitiera alguien de vez en cuando no estaría mal- en circunstancias mucho más sospechosas, sino que, con un poco de suer­te, el afectado se arrebola de indignación por su honor herido. Encima de golfos, chulos. Pa­ra un delincuente, escudarse en el silencio y no dar explicaciones o hacerlo sin pies ni ca­beza es una defensa, para un político es una confesión. Quien no da explicaciones con­vincentes ante situaciones vidriosas o anó­malas y no despeja las dudas que planean so­bre su actuación y merman las garantías de la confianza ciudadana es que no está en con­diciones de darlas. Cuando un político crea sobre sí mismo un clima de desconfianza, cuando es posible que sea honrado pero no lo parece, debe despejar todas la dudas, aclarar todo lo aclarable y más. Y si no está en con­diciones de hacerlo, debe salir de la política porque o bien es un imbécil, o un impruden­te, o un inmoral, o un delincuente. En ningu­no de estos cuatro casos una persona puede ocupar un cargo público. O no debería poder. Pero en este país, en el que hay quien se ha presentado a las elecciones en libertad bajo fianza y ha salido elegido, vaya usted a saber. O mejor dicho, no lo sepa, que vivirá más fe­liz sin saberlo. Dios mío ¿qué hemos hecho para merecer esto?”

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