jueves, septiembre 09, 2010

El conde de Aranda

Se llamaba Pedro Pablo Abarca de Bolea y aún hoy día es imposible sustraerse a su memoria y a la influencia de su obra, aunque nos pase inadvertida por desconocimiento. Se le suele llamar de forma más abreviada el Conde Aranda.

En este último año he tenido varios encuentros con el personaje. O más bien con su huella, que la dejó abundante.

Hay en Zaragoza una importante calle, que yo siempre conocí como General Franco, y que tras el advenimiento de la democracia fue llamada Conde Aranda. Ignoro si se llamaba así antes. Supongo que sí. Hoy recibe un nombre popular distinto: Avda. de Marrakech, no sé si a raíz de la plantación de varias docenas de palmeras en su última remodelación o más bien ante la invasión pacífica pero intensa de magrebíes que por las tardes pueblan las aceras en interminables tertulias y que han abierto multitud de establecimientos con inconfundible sabor musulmán, que los españoles no frecuentamos. Yo camino con frecuencia por ella, de un extremo al otro. Y es larga.

Pues bien, no hace mucho el ayuntamiento instaló un busto del Conde de Aranda, e igualmente algunos comerciantes zaragozanos de la calle, los de toda la vida, pusieron réplicas de menor tamaño en sus escaparates. Los magrebíes, por supuesto, ignoran quien fue el personaje. Y la mayoría de los zaragozanos también. El de la foto que encabeza el artículo se encuentra en la esquina de las calles Conde Aranda y César Augusto. Por cierto, que la inscripción de la placa conmemorativa contiene algún error.

También paseo a menudo en bicicleta por las orillas del Canal Imperial de Aragón que fue en su momento la obra hidráulica más importante de Europa, y en la que también volcó su mecenazgo el Conde Aranda, aunque realmente se construyó bajo el gobierno de su antecesor y rival, el conde de Floridablanca. Sin olvidar al verdadero artífice, D. Ramón de Pignatelli.

El Conde Aranda nació en Siétamo, que es un pueblo situado a pocos kilómetros de Huesca, en la carretera hacia Lérida. Un sitio donde siempre entro a comprar tortas de manzana en el obrador que hay junto al lavadero. Las mejores que he probado nunca. Es por eso que no perdono ninguna oportunidad. Antes la carretera pasaba por el mismo pueblo, pero aunque ahora hay que desviarse mínimamente, creo que merece la pena entrar. No sé si esas tortas o parecidas ya se hacían cuando el conde nació. Quiero pensar que sí.

Y antes del verano, estudiando la historia de la presencia española en el territorio de lo que hoy es Estados Unidos, donde permanecimos durante siglos con una fuerza exigua, pude leer la valoración del Conde Aranda de la independencia americana, ya para entonces cargado de conocimientos y experiencia, donde demostró una clarividencia que sólo les está reservada a los grandes estadistas, que han de ser además para ello, como condición indispensable, grandes pensadores. El Conde Aranda lo era, sin duda.

Copio de Wikipedia el texto de su carta al rey Carlos III sobre este asunto, que es muy conocido, y que resultó premonitorio:

“Esta república federal nació pigmea, por decirlo así y ha necesitado del apoyo y fuerza de dos Estados tan poderosos como España y Francia para conseguir su independencia. Llegará un día en que crezca y se torne gigante, y aun coloso temible en aquellas regiones. Entonces olvidará los beneficios que ha recibido de las dos potencias, y sólo pensará en su engrandecimiento... El primer paso de esta potencia será apoderarse de las Floridas a fin de dominar el golfo de México. Después de molestarnos así y nuestras relaciones con la Nueva España, aspirará a la conquista de este vasto imperio, que no podremos defender contra una potencia formidable establecida en el mismo continente y vecina suya”.

Realmente los Estados Unidos no era una república pigmea, ni siquiera en su nacimiento. Si hubiera sido pigmea no hubiera podido nacer, ni con ayuda. Lo era frente a las potencias europeas, pero no en el contexto americano. Su población era con diferencia la más abundante de la zona, mucho más que la española o la francesa, y era ya entonces mucho más culta que la de la metrópoli inglesa, y por ello mismo con más iniciativa y capacidad de progreso. En esas fechas era un país con una sociedad organizada y una economía pujante y en expansión. Algo que ni españoles ni franceses tenían al norte del río Grande, siempre precaria, aunque tenazmente, establecidos.

Pero sigo con Wikipedia:

La solución que proponía, y que nunca fue escuchada, para neutralizar a esta nueva colonia fue la siguiente:

“..Que V.M se desprenda de todas las posesiones del continente de América, quedándose únicamente con las islas de Cuba y Puerto Rico en la parte septentrional y algunas que más convengan en la meridional, con el fin de que ellas sirvan de escala o depósito para el comercio español. Para verificar este vasto pensamiento de un modo conveniente a la España se deben colocar tres infantes en América: el uno de Rey de México, el otro de Perú y el otro de lo restante de Tierra Firme, tomando VM el título de Emperador. (…)”

Días más tarde de aquellas lecturas mías, ya en el verano, visité de nuevo el monasterio de San Juan de la Peña, y esta vez con la compañía de una amable guía, quien nos mostró el sepulcro del Conde Aranda. Yo desconocía que sus restos reposaran allí. Me interesó particularmente, precisamente por tener sus palabras frescas en mi memoria. Los huesos de don Pedro Pablo estaban allí, a pocos centímetros, al otro lado de la lápida.

Copio de nuevo:

“Su cadáver recibió primeramente sepultura en el monasterio de San Juan de la Peña, y posteriormente fue trasladado al Panteón de Hombres Ilustres, situado en la iglesia de San Francisco el Grande de Madrid. Finalmente, en 1985, los restos mortales del conde de Aranda fueron devueltos al monasterio de San Juan de la Peña, y actualmente descansan en el Panteón de Nobles del citado monasterio altoaragonés”. Al parecer, era voluntad del conde, y así lo dejó escrito, ser enterrado en el monasterio.

Esa foto es de la lápida de la familia Abarca de Bolea, en el Panteón de Nobles. Observen las abarcas en bajorrelieve (alpargatas de esparto que usaban los agricultores):

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Y este es el sepulcro del conde:
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Antes he dicho que la inscripción que acompaña al busto instalado por el Ayuntamiento de Zaragoza en la calle Conde Aranda contiene, al menos, un error. Efectivamente, en ella se dice que el X Conde Aranda alcanzó un lugar imperecedero en el Panteón de Hombres Ilustres. La placa está fechada en el año 2004 y, como queda dicho, ya entonces los restos del conde reposaban en San Juan de la Peña. No sé si en el Panteón existe alguna referencia al Conde Aranda, pero de haberla, ese será el único lugar imperecedero alcanzado en él.

Es curioso y una muestra del grado de disgregación histórica y cultural a que ha llevado el régimen autonómico a nuestro país que con la única excepción, creo, de los restos de José Canalejas, todos los demás que un día reposaron en el Panteón de Hombres Ilustres han sido reclamados y devueltos a sus ciudades de origen. Una notable diferencia con el panteón de la Abadía de Westminster en el Reino Unido. No obstante, cabe señalar que en el caso del Conde Aranda el traslado de sus restos al monasterio de San Juan de la Peña se hizo respetando su voluntad, pero creo que en la inscripción que cito hubiera sido conveniente señalar donde reposan realmente.

Y finalmente, un mes más tarde de aquella excursión al monasterio, en una visita al Museo del Prado tuve ocasión de detenerme frente a un enorme cuadro que mostraba a un pomposo rey francés, con lujosos ropajes y facciones vulgares, con papada: Luis XVI. Me conmovió saber el destino que le aguardaba -la guillotina- y que el hombre desconocía cuando posó para el retrato. Y allí, meditando en esas cosas, reparé en un plaquita del marco, con una inscripción donde, en francés, explicaba que era un regalo hecho en 1783 por su majestad al Conde Aranda, embajador de Carlos III en Francia. El cuadro realmente es una de las múltiples réplicas que se hicieron del original, pintado por Antoine-François Callet, y pasado el tiempo fue comprado por Isabel II y llevado finalmente al museo.

Fruto de sus gestiones como embajador en aquella época convulsa fueron la devolución de Menorca en el tratado que puso fin a la guerra de independencia de los Estados Unidos, así como de otros territorios ocupados por los ingleses: la Florida, y partes de la costa centroamericana. A cambio hubo que devolver las Bahamas. No se pudo recuperar la soberanía sobre Gibraltar.

A pesar de que fue sin duda un hombre admirable, no estoy seguro de que de haber sido coetáneo suyo hubiera estado de acuerdo con su política de restitución de viejas instituciones como el Consejo de Estado, en contra de la estructura, a mi juicio más moderna, que dejó el conde de Floridablanca, de la Junta Suprema de Estado, que era una especie de Consejo de Ministros. Pero no soy especialista en la materia. También tuvo que ejecutar la expulsión de los jesuitas, que fue una decisión heredada de Floridablanca.

Así pues, en estos últimos meses no he hecho otra cosa que encontrarme con la huella de don Pedro Pablo, paseando por las mismas calles donde él paseó siendo niño, leyendo lo que dejó escrito siendo adulto, viendo cotidianamente su rostro al pasear por la calle, disfrutando de las infraestructuras que impulsó, deteniéndome ante su tumba o contemplando un cuadro que en tiempos fue suyo.

Voltaire dejó dicho de él: “con media docena de hombres como Aranda, España quedaría regenerada". Pero lamentablemente parece que no fue posible hallar media docena como él.

Ni quizás tampoco ahora.
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